Lo que queda, lo llaman solar.

[La versione italiana del testo è disponibile qui]

De vez en cuando, en estas partes, tiran abajo una casa. Lo digo de veras, la tiran abajo con todos los pisos, el techo, los tubos, los suelos y, si no están atentos, incluso la abuela, que es sorda y no ha sentido las excavadoras llegar.
Lo que queda, lo llaman solar.

Camino por las calles de Valencia.
Es una bonita ciudad de mar, llena de edificios antiguos y de extrañezas modernas.
Como la ciudad de las Artes por ejemplo, que no es otra cosa sino el delirio de omnipotencia de cierto señor Calatrava, que de niño quiso ser trapecista y en cambio terminó siendo un arquitecto famoso, pero que ha conservado la pasión por las acrobacias.
O como el parque que la atraviesa, que corre en el medio, porque primero fue un río y luego alguien tuvo la idea genial: “¿por qué no desplazamos el río y nos hacemos un parque?”
Qué según yo, este alguien siempre es el Calatrava, pero no tengo las pruebas.
En fin, te asomas al pretil, justo cerca del puente, para ver cuál es el río que hace el ruido de las hojas en lugar del agua: hay aquí un parque que se extiende a lo largo bajo el nivel de los edificios.

Yo camino, en fin, por esta ciudad que sabe mucho de España, cuando de repente en la sucesión ordenada de bonitos edificios algo se para. Qué es una cosa esta, que te jode el cerebro: ya, porque estás allí tranquilo contando las casas cuando, en la improvisación, falta una.
Sin embargo hablamos de casas, edificios, centenares de millares de toneladas de cemento e hierro y revoque y papel de parados de color horroroso. En absoluto pueden desaparecer así.
Pero las dos paredes que se enfrentan desnudas, mirándose perplejas sin poderse tocar más , ya dicen todo. Con una casa viene abajo mucho más material del con el que está construida, con ella se derrumba parte de la historia de quien en ellas ha vivido: pinturas rupestres de niños prodigio, causa de todavía más prodigiosas nalgadas; secretos escritos sobre trozos de papel y confiados a la discreción de una grieta en el muro; manchas de sangre y vino; vigas bañadas de nombres, escritos y borrados y reescritos. Me asomo más allá del muro cubierto de murales y miro dentro, esperando me por lo tanto escenarios de desolada melancolía, de devastación, y en cambio.
Y en cambio pongo el punto después “y en cambio”, porque aquella es la sensación que pruebo mirando al interior: sorpresa. Dentro hay gente, en el cuadrado de tierra batido dejado por el gigante después de la caída, hay vida.
Alguien ha llevado sillas, mesas, un par de bancos. Alguien ha puesto sobre un bar y distribuye cerveza. Alguien tiene una armónica, una guitarra, un tambor, alguien canta.
Una vaca disfrazada de perro vaga entre la gente suplicando trozos de bocadillo.
Un fotógrafo ostenta sus fotos mejores, una chica con las trenzas rubias dispone ordenadamente sus creaciones sobre un escritorio: pendientes y collares.
Y algo aparte, entre los pliegues del esqueleto del edificio, en la parte baja de los fundamentos, un huerto.
Un huerto. Cosa viva, que crece, allá dónde lógicamente mi cabeza sólo se esperó polvo.
Me pierdo en los sonidos, en los colores, en el intercambiar cuatro charlas con un tío que no conozco.
La música sube, rebota sobre los muros y entra en las casas: la orquestina improvisa una canción en inglés inventado. Creo se llama Swishyouganawèi.
No sé qué cosa quiere decir, pero el sentido me parece que sea

“todavía estamos aquí”.

Lo que queda, lo llaman Solar

[Para saber algo mas: http://solarcorona.wordpress.com/ ]

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